Neologismo con el que se designa, especialmente en las modernas sociedades industriales, el sistema de promoción de las personas para desempeñar funciones públicas o privadas basado en la capacidad e inteligencia. La palabra viene de mérito, y ésta del latín meritus, que significa digno o merecedor de un premio o gratificación por sus actos.
La palabra fue acuñada por el sociólogo británico Michael Young (1915-2002) en su libro “The rise of the meritocracy” (1958).
Este sistema sustituyó a los anteriores que solían privilegiar el nacimiento o la riqueza, propios de la <aristocracia de la sangre o del dinero, para confiarles los altos destinos en la burocracia o en las empresas de producción.
La meritocracia responde al principio de la igualdad de oportunidades en la vida social y a la eliminación de los privilegios provenientes del linaje, la riqueza y otros factores discriminatorios. Su origen está en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en Francia en 1789, que estableció que las personas son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que aquella de su virtud y de su ingenio.
Sin embargo, el sistema tardó en imponerse plenamente a pesar de todas las declaraciones formales. Durante largo tiempo imperaron los privilegios. La moderna sociedad industrial, basada en la capacidad individual como factor de productividad, avanzó mucho en la liquidación de ellos y afianzó el sistema meritocrático. En ella se produce una rigurosa selección de las personas en función de sus capacidades para la ocupación de los lugares de dirección de las empresas. La única garantía de estabilidad en los cargos que ellas tienen es su eficiencia y su rendimiento. Por eso el sistema pone tanto énfasis en la educación, en todos sus niveles. Gobiernos, empresas privadas y universidades actúan coordinadamente en la preparación y selección de los recursos humanos necesarios para el desarrollo.
Esto se ha agudizado en la moderna sociedad informatizada, que está dirigida por una <elite de gente bien preparada en el campo de la tecnología electrónica. Lo cual, paradójicamente, ha producido en la práctica nuevas desigualdades: las que nacen de la capacidad y eficiencia de las personas en las tareas de la producción. La que usualmente se valora no es la capacidad general, referida a la cultura, la imaginación, la sensibilidad artística, el talento creativo, sino la eficiencia productiva concreta. La capacidad de rendimiento se ha convertido en un nuevo privilegio. Este es el único mérito que esta sociedad reconoce. Lo cual significa que se sancionan las diferencias de aptitud personal, que a veces son diferencias naturales. Ocurre que, a despecho de la igualdad de oportunidades que ofrece el sistema, han surgido nuevos desniveles a causa de que las personas llegan al mundo con distintas predisposiciones naturales que determinan ulteriores diferencias de educación y de aptitud en el proceso de la producción. Si en la sociedad sólo se garantiza el libre despliegue de las fuerzas individuales, si no se toman ciertas precauciones, esas diferencias conducirán fatalmente a nuevas formas de diferenciación social. Esto es apenas lógico. El dinamismo del sistema económico capitalista avasalla a quienes tienen menos defensas.