La palabra proviene de la unión de dos voces griegas, que significan grande y locura. Es, en su forma mitigada, la sobrevaloración que una persona hace de sí misma y de sus capacidades, y, en su forma más aguda, la manía o el delirio de grandeza, que generalmente se combinan con el delirio de persecución. Para el megalómano el mundo se extiende bajo sus pies, lo cual al mismo tiempo le genera la idea de que, por su propia importancia, está amenazado de muerte.
El megalómano tiene la percepción de que el mundo está poblado de enemigos que traman su destrucción. En su paranoia de ideas delirantes se siente vigilado y perseguido por conspiradores ocultos. Asume, en consecuencia, una actitud de implacable desconfianza de todo y de todos. Supone que a su alrededor se ha montado una enorme confabulación. En su mente gravita la idea de que existe una razón poderosa que impulsa a todas las personas a preocuparse de él y a tramar su aniquilamiento. Todo lo cual termina por conducirlo al aislamiento, la agresividad y el autoritarismo, en medio de la absoluta pérdida de contacto con la realidad.
Y como el megalómano está absolutamente convencido de sus creencias, es imposible persuadirlo de su error. Él no tiene conciencia de su enfermedad. Maneja su propia lógica, que gira en torno a su idea fija o a su orden de ideas fijas. En realidad, su pensamiento discurre en términos lógicos —en el entendido de que la lógica es la concordancia del pensamiento consigo mismo— pero como parte de premisas erróneas llega a conclusiones aberrantes.
La megalomanía se manifiesta como un síndrome paranoico de grandeza y persecución. Tanto Sigmund Freud (1856-1939) como Carl Gustav Jung (1875-1961) sostienen que ella es un trastorno crónico que hunde sus raíces en la infancia del paciente y que sus causas son de naturaleza sexual: es el resultado de la “introversión de la libido”, o sea la ruptura de la relación erótica de un individuo con los “objetos exteriores” y la canalización de su energía sexual hacia adentro. La “introversión” de los impulsos eróticos produce la “sublimación” de la libido, es decir, la conducción de ella hacia acciones ajenas a la relación amorosa, que se ven extraordinariamente potenciadas. Fenómeno que se da con una cierta frecuencia en los líderes políticos o religiosos. Toda su fuerza sexual, canalizada hacia sus acciones públicas, les comunica una extraordinaria capacidad de trabajo, energía y vitalidad.
Por supuesto que la megalomanía tiene gradaciones y escalas. Hay una amplia gama de posibilidades entre lo normal y lo patológico. Dentro de ellas, las personalidades paranoides tienden hacia la simple sobrevaloración de sí mismas en tanto que las personalidades paranoicas soportan desorbitados y alucinantes delirios de grandeza. En su forma más grave, la psicosis lleva al paciente a sufrir alucinaciones en las que personajes históricos o mitológicos se le aparecen y le transmiten mensajes, o a asumir la encarnación misma de esos personajes como parte de sus delirios. En las formas más extremas de la psicopatología, el paciente llega a adoptar las características externas de personajes históricos (se cree Napoleón o Julio César o Cristo) y obra en consecuencia.
No es infrecuente encontrar líderes políticos y gobernantes afectados por este tipo de paranoia. La historia ha recogido abundantemente sus monomanías egocéntricas, sus manías de autorreferencia, su lujuria de poder y su narcisismo. En el pensamiento de Freud el >narcisismo y la megalomanía están íntimamente vinculados. Se han dado con frecuencia —con demasiada y lamentable frecuencia— líderes y gurús políticos o religiosos afectados de megalomanía. Según los psiquiatras, el delirio de grandeza suele ir acompañado de la manía persecutoria y de una profunda desconfianza hacia su entorno. Lo cual les ha convertido en gobernantes crueles y represivos contra sus reales o imaginarios enemigos.
En los tiempos modernos, en mayor o menor grado, Hitler en Alemania, Mussolini en Italia, Franco en España, Stalin en la Unión Soviética, Mao Tse-tung en China, Trujillo en la República Dominicana, Somoza en Nicaragua, Duvalier en Haití, Bokassa en la República Centroafricana, Kim Il-Sung en Corea del Norte, Idi Amin en Uganda, Hussein en Irak, Mobutu en Zaire, Mubarak en Egipto, Gadafi en Libia y varios otros dictadores estuvieron afectados por el síndrome de megalomanía.
La efigie de Francisco Franco Bahamonde aparecía en todas partes, hasta en los timbres postales y las monedas, rodeada de la leyenda: “caudillo de España por la gracia de Dios”. Y se hacía llamar “Generalísimo de los Ejércitos”, “Supremo Caudillo del Movimiento”, ”Jefe de la Cruzada”, ”Autor de la Era Histórica donde España adquiere las posibilidades de realizar su destino”.
Una de las más siniestras expresiones de megalomanía fue la de Joseph Stalin, el autócrata comunista soviético. Nadie podía criticarle ni discrepar de sus opiniones. Su voluntad fue, por 28 años, la suprema ley. Estuvo rodeado de una leyenda mitológica forjada artificialmente que le atribuía toda clase de excelencias y aciertos. Según ella, el “gran líder” fue un alumno modelo, atleta campeón, experto nadador, camarada fiel, consagrado lector de Marx, ideólogo, revolucionario precoz y hasta poeta, puesto que se le adjudicaban ciertos poemas románticos en lengua georgiana, que con seguridad se debían a otra pluma. Las opiniones de Stalin eran indiscutibles lo mismo en el campo de la filosofía, de la economía y de la política que de la genética, la estrategia militar o la música. Los áulicos proclamaban su infalibilidad. Durante su dilatada dictadura personalista se bautizaron con su nombre ciudades, montañas y lugares geográficos: Stalingrado, Stalino, Stalinogorsk, Stalinsk, Pico Stalin. Su efigie ubicua formaba parte del entorno de la Unión Soviética y de los países satélites. Se escribieron biografías e historias sesgadas para ensalzar la figura del autócrata. Contra el “culto a la personalidad” sólo pudieron hablar sus compañeros de partido tres años después de su muerte. En la personalidad psicopática de Stalin se cumplió a cabalidad la ambivalencia de los delirios de grandeza y de pesecución. Él sospechaba de todos. Se sentía rodeado de traidores listos a atentar contra su vida. Por eso desató persecuciones, purgas y asesinatos contra sus propios camaradas. En los años 30 y 40 miles de prisioneros políticos fueron a parar a los campos de concentración de Siberia administrados por la GULAG (Glavnoye Uptavlenie Lagetov). Fueron tristemente célebres las depuraciones masivas de los más altos dirigentes del partido comunista. Por medio de “procesos judiciales” montados, bajo acusaciones falsas o confesiones arrancadas por la fuerza, unos fueron ejecutados públicamente y otros recluidos en campos de concentración o en hospitales psiquiátricos, en donde murieron. Casi toda la generación de los viejos <bolcheviques corrió esa suerte.
Mao Tse-tung fue un personaje mítico en China. Desde 1949, en que asumió el mando político por la vía revolucionaria al derrotar militarmente a Chiang Kai-shek, hasta su muerte en 1976, ejerció un poder omnímodo. El <maoísmo fue una mezcla de la ortodoxia intransigente de Stalin con las innovaciones y adecuaciones hechas por Mao a las condiciones de un país política y económicamente rezagado y pobre como fue la China de su tiempo. Los chinos consideraron que las ideas del líder de la revolución completaban el marxismo. Por eso a la doctrina global la denominaron marxismo-leninismo-pensamiento de Mao Tse-tung.
Los barrocos títulos del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo Molina pusieron de manifiesto su delirante megalomanía: “Generalísimo y Doctor”, “Benefactor de la Patria”, “Padre de la Patria Nueva”. La capital de la República Dominicana se llamaba “Ciudad Trujillo”, en la que había un gigantesco monumento ecuestre mandado construir por el autócrata en su propio homenaje. La calle principal de todas las ciudades llevaba también su nombre.
Jean Bedel Bokassa reinó en la República Centroafricana durante 14 años de asesinatos, canibalismo y atrocidades, fruto de su galopante megalomanía y de su crueldad. Asaltó el poder en 1965 y lo ejerció hasta 1979. Se proclamó sucesivamente mariscal, presidente vitalicio y emperador. Se declaró apóstol y santo. Era esposo de 17 mujeres y fue padre de 55 hijos. En medio de su ignorancia admiraba a Napoleón y por eso la ceremonia de su coronación como emperador, el 4 de diciembre de 1977, fue una réplica de la del gran corso, con capa de armiño y una gran águila imperial detrás.
Joseph Desiré Mobutu —con 32 años de ejercicio omnímodo del poder en Zaire— fue otro de los pintorescos y ridículos megalómanos africanos. Su nombre oficial fue Mariscal Mobutu Sese Seko Koko Ngbendu wa za Banga —que significa “el Todopoderoso Guerrero que gracias a su Resistencia e Inflexible Voluntad de Vencer irá de Conquista en Conquista dejando tras de sí una Estela de Fuego”— pero le gustaba también que le llamaran “Timonel”, “Redentor”, “Mesías”, “Guía y Padre de la Revolución” o simplemente “Él”. Estaba rodeado de una corte de opereta. Tenía una fortuna personal estimada en 7.000 millones de dólares, con bienes inmuebles en la costa azul francesa, la Costa del Sol de España, Portugal, Bélgica, Marruecos y Senegal.
Otro caso de megalomanía delirante fue el del caudillo norcoreano Kim Il-Sung, muerto en julio de 1994, quien gobernó su país por 46 años como jefe del Estado y del Partido Comunista. Mandó construir, en su propio homenaje, un gigantesco monumento con su efigie. Se le llamaba “grande y bienamado líder”, “héroe” de la resistencia contra los japoneses, el “guerrero más grande de todos los tiempos”, “el mejor patriota de todas las eras”. Se compusieron odas en su honor.
El poder, el culto a la personalidad y la megalomanía fueron heredados por su hijo Kim Jong-il dentro de la sucesión de la corona marxista. Los ditirambos y las hipérboles le quedaron cortos. Los súbditos le proclamaron el “más grande de los grandes del siglo XX”, la “estrella orientadora de la nación”, el “héroe nacional”, el “ideólogo extraordinario” y por eso “es adorado como el Sol”.
La megalomanía del déspota iraquí Saddam Hussein, en ejercicio del poder omnímodo desde 1979 hasta 2003, no conoció limitaciones. Sus retratos formaban parte del paisaje urbano y rural de Irak. Convocó un “plebiscito” en 1995 para perpetuarse en el poder. Preguntó al pueblo, como es usual en estos casos, si desea o no su continuación en el mando. Después de la consulta sus secuaces informaron que el 99,96% de los ciudadanos contestaron que “sí” y que sólo 3.052 personas de entre 8’375.560 votantes sufragaron por el “no”. Previamente el dictador había creado por decreto la más alta condecoración —denominada de la “Gran Orden de los dos Ríos”— para el “vencedor del plebiscito presidencial”, que luego se autoimpuso en medio de grandes festejos y ceremonias.
Otro caso ridículo de megalomanía y culto a la personalidad fue el del desquiciado y sanguinario dictador de Libia, Muammar Gadafi —derrocado en agosto del 2011—, quien entre otras lindezas se hacía llamar “Rey de Reyes” y ostentaba decenas de medallas y condecoraciones militares sin haber librado batalla alguna en su carrera militar.
Muchos de los líderes religiosos han incurrido e incurren también en megalomanía. Están rodeados de un exacerbado culto a la personalidad. El tratamiento, la parafernalia y las ceremonias que les rodean constituyen un verdadero endiosamiento, complementado con la humillación a la que someten a sus seguidores. Fue emblemático el caso del reverendo Sun Myung Moon (1920-2012), jefe de la secta denominada Asociación del Espíritu Santo para la Unificación del Cristianismo Mundial, fundada en Corea del Sur en 1954. Con desmedidas ambiciones de dominación política y económica universal, el reverendo Moon y su esposa Hak Ja Han Moon se consideraban como los nuevos mesías llamados a completar la inconclusa misión de Cristo hace veinte siglos. Afirmaba Moon que recibió este encargo directamente de dios cuando tenía 16 años de edad, mientras oraba en la ladera de una montaña. Se autobautizó con el nombre de Sun Myung Moon, que en idioma coreano significa: alguien que ha iluminado la verdad y ha dado brillo al Sol y a la Luna.